Hace una semana tuve la cita en
el hospital para informarme sobre la laparoscopia y, al final, más que
informarme lo que hicieron fue convencerme de que me la hiciera.
La doctora que me atendió fue
encantadora y me explicó con mucha exactitud y, sobre todo, con mucha calma y
un tono de voz de lo más relajante todo el proceso. Hizo hincapié en que la
laparoscopia era el único método para salir de dudas en cuanto a si mis trompas
estaban obstruidas o si tenía endometriosis y, desde que entré allí hasta que
me fui, varias horas después, dio por hecho que unos días después iba a pasar
por quirófano. En ningún momento me obligó, claro está, pero su determinación y
la seguridad que mostró en sí misma y en sus argumentos me conquistaron y, al
final, la curiosidad y la necesidad por saber si había algo mal en mi útero, en
mis trompas o en mis ovarios acabaron por convencerme.
Fue una sensación rarísima, de
verdad, porque después de hablar con el Doctor G. (el que se apostó conmigo que
todo iba a estar bien y que no merecía la pena someterse a esa operación) yo ya
no tenía ninguna intención de hacérmela, pero al salir del hospital no tuve
ninguna duda de que era lo que tenía que hacer. Rellené varios formularios,
hablé con el anestesista y concerté una cita para el lunes 5 de enero, es
decir, para hace cuatro días.
Y de nuevo una sensación rarísima
porque yo, que siempre he sido una cobardica y que tengo un miedo terrible a
todo lo relacionado con los hospitales y el dolor, no pensé en toda la semana
en echarme atrás. Es verdad que me entretuve con cosas de la casa para evitar
pensar en el tema y que no se lo conté a casi nadie para que no me agobiaran
con preguntas, pero me extraña no haber tenido ningún momento de flaqueza ni ningún
ataque de pánico en los días que tuve que esperar hasta entrar en el quirófano.
Por fin llegó el lunes y con el
lunes llegó la preparación preoperatoria. A las cinco de la mañana sonó el
despertador y, medio dormida, me levanté a ponerme el edema que me habían dado
en el hospital. No era la primera vez que me tenía que poner uno, así que ése
no era el problema, pero sí era la primera vez que la botella no me cabía en la
palma de la mano. “Madre mía”, no paraba de pensar, “no voy a ser capaz de
meterme todo esto”. Pero lo fui, y aunque pensaba que me iba a morir con los
retortijones, al final no fue nada del otro mundo. Esperé un buen rato y el
resto ya os lo podéis imaginar.
Poco antes de las siete llegamos
al hospital y, aunque yo seguía sin taquicardias ni ataques de pánico, sí acabé
echando unas lagrimitas. “¿Y si sale algo mal?”, le decía a mi marido. Y él
hacía todo lo posible por tranquilizarme. Y lo hizo. O no. Tal vez el motivo de
mi tranquilidad era que yo seguía en modo zombi, sin darme cuenta exactamente
de todo lo que estaba pasando a mi alrededor, sin saber en qué meollo estaba a
punto de meterme y sin valorar las consecuencias de todo ese asunto.
Y minutos después llegó el
momento en que tuve que despedirme de él. Llegó la enfermera y nos pidió, a mí
y a otras tres mujeres que también iban a ser operadas, que la siguiéramos. Nos
llevó a una habitación, muy fría y con seis camas, y nos pidió que, una por
una, fuéramos al cambiador, dejáramos nuestros objetos de valor en una consigna,
y nos pusiéramos la típica bata de hospital. No sé si fue casualidad pero según
íbamos saliendo del cambiador todas nos metimos en la cama y nos “hicimos las
dormidas”. Ninguna teníamos ganas de
hablar, parecía que no nos atrevíamos ni a mirarnos. Yo prefería no saber por
qué estaban ellas allí ni quería contarles lo que me iban a hacer a mí. Por
eso, cuando salí del cambiador, me metí en la cama, al igual que las demás, me
hice un ovillo y cerré los ojos. Me sentía como los niños, que se tapan los
ojos y creen que porque ellos no te vean tú tampoco los ves a ellos. Yo cerraba
los ojos y quería creer que no estaba allí, que eso no me estaba pasando a
mí.
No, no era miedo lo que sentía, sino
tristeza. “¿Por qué yo?”, no dejaba de preguntarme en todo momento. Y resignación,
para qué engañarnos: “Al final se han salido con la suya todos los médicos que
se empeñan en no hacerme más análisis
hormonales”. “Con un poco de suerte”, pensé también, “tienen razón y con esta operación
verán que mis trompas están un poco obstruidas, con el contraste las abrirán y
aumentarán mis posibilidades de quedarme embarazada de forma natural. El mes
que viene estaré embarazada, ¡Yuhuuu!”.
Y lo único que deseaba es que me
operaran a mí la primera y que todo acabara cuanto antes. Pero no fue así. Para
mi desgracia, yo fui la última. A las ocho y media, y después de hacerle
rellenar los mismos formularios que yo ya había rellenado la semana anterior,
se llevaron a la primera. A las nueve, a la segunda. A las nueve y media, a la
tercera. Y yo, aún con los ojos cerrados, pensé: “¡Qué bien, a las diez me
toca a mí y a la una estoy en casa!”. Pero nada de eso, no fue hasta casi las
doce que vinieron a buscarme.
Metida aún en la cama, que tenía
ruedas, me llevaron por unos pasillos hasta el quirófano, donde tuve que
levantarme y tumbarme en la mesa de operaciones. Algo en mí quería que abriera
bien los ojos y me fijara en si los hospitales “reales” eran como el que salía
en una de mis series favoritas, Grey’s Anatomy, pero la niña que hay en mí
seguía prefiriendo no ver nada y pensar que todo eso no estaba ocurriendo.
Sólo cuando llegaron los
anestesistas, que eran supermajos y no pararon de hacerme bromas para
tranquilizarme, abrí los ojos, pero volví a cerrarlos poco después, cuando por
fin me hizo efecto la anestesia. Y a partir de ahí ya no me enteré de nada.
Calculo que estuve dormida unos
tres cuartos de hora y sólo recuerdo que al despertarme me dolía el abdomen y
tenía, eso sí, muchísimo frío. Para mi sorpresa, aun dormida como estaba,
todavía sabía hablar alemán y pude decir en todo momento cómo me sentía, así que
enseguida me pusieron un analgésico intravenoso con el que se me quitó
inmediatamente el dolor y por encima del cuerpo una especie de radiador con el
que entré en calor rápidamente.
Me tuvieron un buen rato en la
sala de observación y yo sólo quería seguir durmiendo, pero nada, fue imposible.
En mi brazo, el tensiómetro (que era peor que la función snooze de mi
despertador) me despertaba cada dos por tres para medirme la tensión arterial,
y la enfermera, que no paraba de venir a preguntarme cómo me sentía, tampoco me lo
ponía fácil. Además, cada poco tiempo iban trayendo a otras mujeres que también
tenían que despertarse y con las que la enfermera tampoco paraba de hablar. A una
de estas mujeres le habían hecho una cesárea con epidural (parece que tan
dormida no debía de estar porque de eso sí que me enteré cuando lo hablaron las enfermeras)
y poco después le trajeron a su bebé. Cuando lo vi, no pude hacer otra cosa que
echarme a llorar: “¿Cuándo demonios me van a traer a mí a mi bebé?”, pensé.
Después del periodo de
observación y de que los anestesistas, de verdad encantadores, se despidieran
de mí y me desearan gute Besserung, me llevaron de vuelta a la habitación en la
que había estado por la mañana y poco después, por fin, dejaron entrar a mi
marido.
Y según lo vi entrar por la puerta, a mí me pareció que era el
hombre más maravilloso del mundo y volví a enamorarme de él en ese mismo
instante. Su mirada, de alivio al saber que la operación había salido bien, sus
caricias y sus besos, casi paternales, me mostraron todo el tiempo que estaba
ahí para cualquier cosa que necesitara, para lo bueno y para lo malo, como nos
dijeron el día de nuestra boda. Me demostraron, de nuevo, que había elegido
bien, que él era el hombre perfecto y que quería pasar el resto de mi vida con
él.
También fue él quien me anunció
lo que yo de ninguna manera quería saber: “Todo ha ido bien, no tenías nada, ni
las trompas obstruidas ni endometriosis”. Y lo dijo contento de que otra vez
no hubiera ningún motivo por el que no pudiéramos ser padres, mientras que yo
recibía la noticia derrotada, sintiendo que había perdido la apuesta con el Doctor G. y que la búsqueda de una explicación a lo nuestro no había terminado:
“¿Y ahora qué?”
Y en ese momento empezó también el
suplicio.
Lo peor fue el momento de levantarse
de la cama en el que, todavía bajo los efectos de la anestesia, me daba todo
vueltas y la presión en un costado y, sobre todo, en el hombro derecho, me
provocó el vómito. Por eso tuve que volver a la cama, y aunque no lo había
planeado, me quedé dormida de nuevo.
Casi una hora después, segundo
intento: Mi marido me acompañó al baño y me ayudó a vestirme. Ya no estaba tan
mareada y, aunque el dolor en el costado y en los hombros seguía siendo brutal,
conseguí que me dieran el alta y mi marido me llevó a casa. Y, todavía en el
coche, justo en la puerta del patio de nuestra casa, la segunda vomitona.
¡Menos mal que no tenía casi nada en el estómago porque si no, menudo
desaguisado!
Ya en casa me senté en el sillón
más cómodo que tenemos y volví a quedarme dormida delante de la televisión. Y no
creo que fuera porque la cabalgata de Reyes que estaba viendo en el canal
internacional de TVE fuera tan coñazo (que lo era) sino más bien porque la
anestesia todavía seguía haciendo efecto. Y gracias a ella pasé buena noche,
dormí del tirón, ya en la cama, y al despertarme, apenas tenía dolores.
De ovarios, porque de lo demás… ¡estoy
fatal!
En serio, de los dos agujeros que
me hicieron (uno en el ombligo y otro a la altura de donde yo calculo que está
el ovario izquierdo) no he notado nada, ni dolores, ni tirones en los puntos, ni
nada de nada. Tampoco el dolor de garganta (debido a que estuve intubada durante la operación) ha sido de gran molestia. Pero del gas (dióxido de carbono) con el que me hincharon el
cuerpo para poder introducir el instrumental sin dañar ningún órgano lo estoy
pasando canutas.
Desde que volví a casa del
hospital me siento como si fuera un globo, toda llena de aire, y como si fuera
a echar a volar. Es la sensación de gases más horrible que he tenido en mi vida
y lo peor es que medicamentos como el Aerored u otros parecidos no ayudan nada
porque el gas no se encuentra en el intestino sino que fue introducido en el
abdomen y debe de haberse extendido por toda la caja torácica.
Además, al parecer, el gas afecta
también al diafragma, y hace que se tenga constantemente esa sensación de que se
corta la respiración, por lo que yo me siento todo el tiempo como si me
hubieran dado una patada debajo de las costillas o en la boca del estómago y no
pudiera respirar.
Ayer estuve en mi médico de
cabecera para una primera revisión y que me diera la Krankmeldung y me dijo que
todo estaba curándose muy bien y que no me preocupara por los dolores porque se
irían en los próximos días. Todavía me cuesta creérmelo pero reconozco que hoy
me siento algo mejor que ayer y, por supuesto, muchísimo mejor que el primer
día, así que parece que sólo necesito un poco más de paciencia y en pocos días
ya estaré bien.
Los puntos no me he atrevido a
mirármelos aún porque mi médico me cambió ayer las tiritas que los cubren y
casi me da un chungo. Ya no sólo por el asco que me dan los puntos en sí sino
porque además me pareció ver que me habían cosido del todo el ombligo y ahora
tengo un miedo aterrador a que sea así. ¡Con el ombligo tan bonito que he
tenido yo siempre! Pero bueno, voy a intentar no adelantar acontecimientos y a
ver si la semana que viene, que voy a otra revisión, me quitan los puntos y mi
ombligo vuelve a ser el que era. ¡Así lo espero!
En lo que al aspecto psicológico
se refiere no puedo decir muy bien cómo me siento porque mis pensamientos van
de un extremo al otro a toda velocidad.
En el hospital me dijeron que, después
de una laparoscopia, las posibilidades de quedarse embarazada de modo natural
aumentaban en gran medida y que por eso nos recomendaba encarecidamente empezar
a tener relaciones en cuanto dejara de manchar (sí, desde la laparoscopia tengo
un ligero sangrado, pero nada del otro mundo). Así que después de escuchar
eso, una parte de mí está siendo superoptimista y está deseando que llegue el
momento de sacar del cajón los tests de ovulación (si es
que no han caducado todavía) y de ponernos manos a la obra ya.
Sin embargo, otra parte de mí
sabe que no es la primera vez que los médicos (y no sólo ellos) me hablan de
esos métodos tan supereficaces que funcionan en toda mujer pero
que en mí llevan ya más de dos años sin funcionar, y saber que la causa de mi
infertilidad no es la endometriosis o una obstrucción de trompas me ha dejado bastante
tocada y sin saber qué hacer a continuación.
¿Qué es lo siguiente que debo hacer mirar?
¿Dónde debo seguir buscando la causa de mi infertilidad?
El día 15 de este mes vuelvo al
KiWuZe y les daré el informe del hospital. A ver si se les ocurre a ellos algo
más, aunque yo cada vez estoy más convencida de que ellos son los primeros que
no quieren dar con la causa porque así acabaría haciéndome una FIV y ellos se
llevarían una pasta.
Y aunque me pese, parece que así
será, que el momento de ir pensando en la FIV se acerca cada vez más y que ya
no habrá vuelta atrás. Pero este mes, sí, lo intentaremos de forma natural y a
golpe de test de ovulación.
¡Deseadme suerte una vez más, por
favor!
Claro que sí, a por ese óvulo, yo lo de los test no lo he tenido que intentar nunca, pero suelo notar mucho con el flujo cuando es exactamente la ovulación. Que bien que la operación no fuera tan traumática como pensabas, pero eso del gas si que me ha soprendido, no tenia ni idea de que pasara eso!
ResponderEliminar¡¡Mucho ánimo bonita!! En cuanto expulses el gas te encontrarás muchisimo mejor. Yo lo pase mal porque se me subió casi hasta el oido :s, pero al de una semana estaba mucho mejor.
ResponderEliminarÁnimo guapa, sé que no es igual, pero después de casi dos años de búsqueda, me hicieron una histerosalpingografía para comprobar si tenía las trompas obstruidas y me dijeron que no, que todo estaba perfecto. 15 días más tarde ovulaba por primera vez en 2 años y 9 meses después, nacía mi niño, así que no dejes de luchar y no pierdas la esperanza!!
ResponderEliminar¡Hola bonita!
ResponderEliminarSe me han puesto los pelos de tu punta con tu relato. Las operaciones me dan pánico; cuando me hicieron la punción me desperté de la anestesia asombrada de haber sobrevivido (jajaja... ¡soy la bomba!). Y ahora que te he leído... ¡Uf! Espero no tener que pasar nunca por algo semejante. ¡Eres una valiente!
No sé, a mí también me tocaba las narices hacerme una FIV, pero ahora... Creo que no perdería el tiempo en otras cosas. Si de forma natural se resiste, ¡que sea en una placa de Petri! Saber que te transfieren un embrión da mucha seguridad, ya no tienes que pensar en qué recoveco de tu anatomía se habrán perdido todos esos millones de espermatozoides... :P
¡Ánimo guapa! ¡A por ello!